Espiritualidad para tiempos inciertos… El presente y futuro de la religión… La
religión como factor antropológico de la cultura actual… La (auto)reforma de la
Iglesia… Todos esos temas y algunos más que aparecen en la agenda de las
personas que se interesan por los asuntos religiosos tienen algo en común. Todos
ellos se refieren a la situación actual de las religiones organizadas, y en el caso
concreto de nuestro país, preferentemente sobre la Iglesia Católica. Y todos ellos
suscitan no sólo interés sino también perplejidad y dudas. Quienes se plantean esos
interrogantes ni siquiera tienen claro si la evolución del fenómeno religioso que
contemplan es positiva o negativa. Y en el caso de la auto-reforma de la Iglesia
Católica, la perplejidad es notoria: una institución cuyo magisterio se definió como
infalible se dedica, en el actual proceso del Sínodo de la Sinodalidad, a consultar a
la gente, incluso a la gente de fuera de la Iglesia, sobre su problemática interna. Y
la actitud de la membresía eclesial es muy diversa, desde el entusiasmo por
reformas que se ven necesarias hasta una soterrada hostilidad de la jerarquía hacia
el proceso procurando la no participación de los laicos, pasando por una inmensa
mayoría pasiva que no se interesa por el asunto o incluso desconoce su existencia.
Sobran motivos para la perplejidad.
No es para menos; sólo dudas y perplejidad puede suscitar la temática escatológica,
el destino último del ser humano. En alguna parte leí que cuando Severo Ochoa,
que se definía como agnóstico, se estaba muriendo, dijo: «Me duele irme de este
mundo sin saber dónde he estado realmente». Eso nos pasa a todos, no sólo a los
agnósticos; también los creyentes y los ateos nos vamos de este mundo sin saber no
sólo a dónde vamos sino incluso dónde hemos estado cuando vivimos. Es decir, no
tenemos ni idea sobre qsignifica esta realidad en la que nos desenvolvemos, ni
qué sentido y finalidad tiene ese lapso de tiempo que llamamos vida. Sobre las
dudas y perplejidad que genera ese desconocimiento construyen y asientan las
religiones el dominio que ejercen sobre los mortales. Lo mismo se puede decir de
los políticos; la comunidad humana los necesita para resolver colectivamente
problemas que las personas no podemos solucionar privadamente, pero sus
remedios remedian poco, y además lo cobran caro: guerras, regímenes autoritarios,
sostén de entramados económicos clasistas…
La fe en esas autoridades: políticas, religiosas… sufre fluctuaciones, altibajos.
Centrándonos ahora en el tema religioso, la preocupación que expresan los analistas
del fenómeno religioso y su situación actual, en realidad, no aborda lo esencial de la
cuestión. Se enfatiza el descenso de la práctica religiosa, el desinterés de amplios
sectores de la población sobre las creencias en lo transcendente… En el caso de la
Iglesia Católica, el actual proceso sinodal pretende explorar las causas de esa crisis
de lo religioso en lo que concierne y afecta a la propia Iglesia. Pero si prestamos un
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poco de atención a la historia vemos que estas etapas de crisis religiosas se repiten
regularmente a lo largo del tiempo. Cada una de esas crisis sucede y antecede a
etapas de fervor religioso. Para no alargar demasiado esta exposición vamos a ver
sólo un ejemplo. El desarrollo de la Revolución Francesa ocurría en el marco de un
alejamiento de las masas de la religión que había dominado en Europa en una larga
etapa anterior pero que ya venía perdiendo influencia desde hacía algún tiempo. La
supresión de la orden de los jesuitas había tenido lugar ya en 1773, 16 años antes de
la toma de la Bastilla, y previamente la orden había sido expulsada de Portugal en
1759, de Francia y España en 1762, y esto ocurría ante la indiferencia, cuando no la
satisfacción, popular. Igual satisfacción expresaba la masa popular cuando se
guillotinaba al arzobispo de París, y muchos clérigos eran masacrados por medio de
la guillotina o de otras maneras. Pues bien, cuando la Revolución remitía, Napoleón
restauraba el catolicismo en Francia e invitaba al papa para coronarlo en Notre
Dame. Durante su trayecto hacia París a través de Francia, el papa Pío VII era
recibido y agasajado por una fervorosa masa popular que se arrodillaba ante su paso
para que la bendijera: era el comienzo de una nueva etapa de auge religioso. En
1814 era restaurada la orden jesuita, y se construyeron muchos templos en Francia
y otros países europeos. Desde entonces se vivieron otros altibajos de este tipo.
Pero todo esto, ¿qué tiene que ver con el Proyecto de Jesús, del que queremos
ocuparnos
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se ven afectados por los cambios de coyuntura que se van produciendo. Las etapas
de declive religioso, como la que estamos viviendo, no pueden perjudicar a la causa
de Jesús en el mundo por la sencilla razón de que esa causa jamás estuvo en una
situación mejor. Para ser exactos, la situación del Proyecto de Jesús en el mundo se
encuentra en la misma situación que cuando él era crucificado en Jerusalén, y desde
entonces nunca mejoró lo más mínimo. Esto puede parecer una barbaridad, pero
vamos a ver que es una realidad. Para percibir eso tenemos que tener presente en
qué consiste, exactamente, el Proyecto de Jes. Y hay que dejar claro también que
Jesús jamás pensó en establecer una nueva religión. Ya existían demasiadas
religiones en su tiempo. El Templo de Jerusalén era un centro de culto de primer
orden; no lo en las fiestas del calendario religioso judío sino prácticamente todo
el año había una enorme afluencia de fieles judíos al templo procedentes nolo de
Judea y Galilea sino también de la amplia diáspora judía. Y no sólo peregrinos
judíos: en el templo había un enorme patio exterior llamado precisamente “el atrio
de los gentiles” para acoger a los numerosos visitantes no judíos que sentían interés
y fascinación por el judaísmo. Su fascinación no debía ser por el culto, que a fin de
cuentas no se diferenciaba del que se realizaba en los templos paganos; en todos se
quemaba incienso, en todos se sacrificaban reses y además de una forma parecida…
Ni siquiera el monoteísmo era exclusivo del judaísmo; más o menos, los dioses de
cada pueblo pretenden ser únicos o más poderosos que los de otros pueblos. La
diferencia entre el judaísmo y otras religiones se basaba en un elemento, el
profetismo, del que deberemos ocuparnos luego pues tiene mucha relación con el
tema que estamos tratando. El peregrino etíope al cual, según el libro de los Hechos
de los Apóstoles, encontró el apóstol Felipe leyendo un libro que había adquirido en
Jerusalén, no leía la Thorá ni otra literatura judía sino un texto de Isaías,
concretamente referido al Mesías que habría de venir.
Sobre las religiones existentes en su tiempo, Jesús era un tanto indiferente; no las
denostaba
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poco las apoyaba
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su plan era otra cosa y no tenía ninguna relacn
con la religión. Aunque no todas las religiones se ocupaban de lo transcendente, de
la escatología, del destino humano post morten -por ejemplo, los saduceos
negaban la resurrección, que es como el judaísmo concebía el destino post morten-
sin embargo todas hablan de premios y castigos divinos, se sitúen en este mundo o
en el otro. Jesús estaba entre quienes creían en la resurrección, en la transcendencia,
pero este tema lo menciosólo en contadísimas ocasiones, además de pasada y de
una forma bastante ambigua. No podía ser de otra manera: los lenguajes humanos
sirven para describir cosas de la experiencia humana, pero la realidad escatológica,
sea la que sea, es inefable, desconocida, imposible de expresar con lenguajes en los
que se da nombre sólo a las cosas conocidas. Sobre premios y castigos divinos,
Jesús parece bastante parco. Lo que dice en la parábola del rico Epulón y el pobre
Lázaro, así como su descripción del juicio: Tuve hambre y (no) me disteis de
comermás que proporcionar noticias sobre el mundo de lo transcendente, parece
que tiene por finalidad enfatizar, marcar, la diferencia entre los actos egoístas que
merecen reprobación y los generosos que merecen aprobación divina. De hecho, él
pide perdonar las ofensas, bendecir a quien nos maldice y orar por quienes nos
persiguen. Él mismo pidió al Padre perdón para quienes le asesinaban, y a los
pecadores los asimilaba a la oveja perdida que él, como buen pastor, venía a buscar.
Y, en definitiva, asignándole a Dios en título de Padre de todos estaba dando a
entender que estaba asegurado para todos el bien que un padre quiere para sus hijos.
La parábola del Hijo Pródigo es muy elocuente a ese respecto.
La manera en la Jesús encara estas cuestiones rompe con todo esquema religioso.
No, él no venía a añadir una nueva religión a las muchas existentes; le bastaba con
perfeccionar lo que conocía. No le preocupaba que sus discípulos cogiesen espigas
al cruzar un campo en sábado. Él mismo hacía curaciones en sábado contraviniendo
las normas religiosas vigentes, y daba más importancia a la conservación de la
armonía entre las personas que a presentar ofrendas ante el altar del Templo. A sus
discípulos les enseñó el “Padre Nuestro” sólo cuando ellos le pidieron: Enséñanos
a orar. Por lo demás, esa oración del “Padre Nuestro”, más que enviar peticiones al
Padre, que no las necesita, parece pretender aportar motivos de reflexión a los
orantes. La oración que, según el Evangelio, él solía hacer en privado, seguro que
no se trataba de recitar fórmulas oratorias repetitivas al estilo de quienes rezan el
rosario actualmente; él mismo criticó explícitamente esa manera de orar (Mateo
6:7). Se trataba más bien de meditación para buscar soluciones, comprender
situaciones… de alguna manera, este escrito, el estudio de las cuestiones que
aborda, se puede asimilar a ese tipo de meditación-oración.
Así pues, el interés de Jesús no se orientaba a la conquista de la dicha eterna para
todas las personas, que parece que ya daba por descontada, sino que se centraba en
algo a realizar en este mundo. Él lo llamaba el Reino de Dios, y el Reino de los
Cielos, Un reino que no es de este mundo, pero por el que hay que trabajar para
que se haga la voluntad del Padre en la tierra como en el cielo. Eso es lo llamamos
“El Proyecto de Jesús”. A la hora de analizar en qué consiste exactamente ese
proyecto surge la gran contradicción entre lo que opina la Iglesia-religión, que
Jesús nunca pretendió fundar, y los seguidores del Maestro que se sienten
interpelados o convocados para trabajar por la realización de ese plan. Desde el
punto de vista de la Iglesia-religión, seguir a Jesús se concreta, y se limita, a ser
compasivos y misericordiosos, ayudar al menesteroso, dar limosna a los pobres,
visitar a los enfermos y los presos… en fin, todas las obras de misericordia, por
supuesto, no hacer mal a nadie, cumplir los mandamientos, no robar ni defraudar a
nadie… Todo eso, por supuesto, forma parte del modus operandi de los discípulos
de Jesús. Sabemos, por la parábola del Buen Samaritano, cuánto valoraba, Jesús esa
manera de actuar. Pero esa manera de actuar, por sí misma, no contribuye a
establecer en el mundo el Reino de Dios. Limosnas a los pobres y actos caritativos
como el del Buen Samaritano ya se hacían en tiempos de Jesús en el mundo judío y
también en el mundo pagano. Pero eso no cambiaba las estructuras económicas que
generan la pobreza. El mundo era un infierno pues el sistema social imperante
estaba montado sobre la desigualdad, el dominio de los poderosos sobre los débiles.
Pues bien, esa situación desde entonces no cambió; desde entonces siguió habiendo
guerras por las contradicciones generadas por intereses egoístas enfrentados. La
Iglesia-religión no sabe, ni puede, ni quiere cambiar esa situación. Pero justamente
eso era lo que Jesús quería cambiar, y contribuir a ese cambio es justamente lo que
Jesús espera de sus seguidores.
Si Jesús fue perseguido hasta la muerte fue porque representaba una amenaza para
el sistema de dominación imperante. Ningún sistema de dominación persigue a
nadie por dar limosnas a los pobres, visitar enfermos o hacer otras obras de caridad.
Pero Jesús decía que no había venido a traer paz al mundo sino espada y
confrontación. No estaba haciendo apología de la violencia, sabemos cuánto la
abominaba, estaba señalando que su proyecto entraba en confrontación, en
contradicción con el sistema imperante, lo que él llamaba “el mundo”. A sus
discípulos les decía que se les perseguiría como le persiguieron a él y a los profetas
que fueron antes que ellos. Si las clases dominantes persiguieron a los profetas y a
Jesús es por que vieron en ellos, en su proyecto, una amenaza para el dominio que
esas clases ejercían. Vamos a ver que, en realidad, el proyecto de Jesús era el
mismo, o una actualización, del proyecto de los profetas, y esto nos obliga a echar
una ojeada al entorno social en el que se generó el profetismo. Este tipo de estudio
es tanto más necesario por cuanto lo tiene descuidado e incluso marginado la
Iglesia-religión instalada en el mundo, en el sistema.
En el antiguo Israel (reinos de Israel y Judá) el profetismo era una especie de
liderazgo, pero era un liderazgo carismático, no institucional. Liderazgos
institucionales eran las monarquías reales y las castas sacerdotales. En ellas el
relevo generacional se realizaba mediante unos mecanismos institucionales: el rey
tenía por sucesor a su hijo primogénito, y el sacerdocio se renovaba también en el
entorno familiar, entre los miembros de determinadas familias, concretamente del
linaje de Aarón. En este sentido la organización social en Israel no se diferenciaba
mucho del sistema de castas de la India o de lo que en aquella época existía también
en Egipto, Mesopotamia y otros lugares. El elemento extraño era el profetismo; ese
liderazgo no se heredaba, surgía donde soplaba el Espíritu. Uno de los profetas
decía que Dios lo había elegido para esa misión ya desde que estaba en el vientre de
su madre. Por supuesto, la figura del profeta existía ya antes de la época de Isaías.
Sin embargo Isaías puede ser considerado el iniciador de algo, a lo que podríamos
llamar “profetismo reivindicativo”. Sí, a partir de su época, entre sus seguidores, se
fue formando lo que podríamos denominar un partido profético cuyo objetivo era
poner fin al sistema de explotación social existente y establecer una sociedad
igualitaria. Así, como suena, una sociedad socialista, comunista, o como se la
quiera llamar, y vamos a ver que no era cosa de broma. En el libro de Isaías, al
proceso revolucionario que culminaría en esa solución se le denominaba: “Año de
gracia del Señor”. Un siglo después, cuando el partido profético era lo suficiente
potente para interpolar cosas en el Levítico, lo denominaron “Año Jubilar”; luego
veremos su programa.
La situación social de la época de Isaías, siglo VIII a. C., era de feudalismo, tirando
a esclavismo: una minoría de gente muy rica vivía de la explotación de una mayoría
de la población pobre, oprimida… No hace falta dar muchos detalles, seguro que
nos suena ese tipo de sociedades, en realidad las sociedades humanas nunca dejaron
de ser así, e incluso ahora existe ese tipo de mundo. Simplemente indicar que en
aquellos siglos la base de la riqueza era la posesión de la tierra cultivable, grandes
rebaños, poseer siervos y esclavos… A aquellos señores feudales no les hacía
ninguna gracia que los profetas viniesen a decir que había que dar a los siervos un
día de descanso después de seis de trabajo. Era un primer paso, la reivindicación
profética era más amplia, y lo más preocupante para la clase dominante era que el
pueblo empezaba a asumir y reivindicar el programa profético; el carisma del
profeta era una amenaza para el sistema de dominación. Isaías terminó mal: durante
el reinado de Manasés, rey de Judá, fue apresado, se le introdujo en el tronco hueco
de un árbol y se le aserró por la mitad. En el libro bíblico de Isaías hay una
descripción de las persecuciones que sufre un personaje al que llama “el siervo de
Yahvé”. Se cree que esa parte fue escrita no por Isaías mismo sino por alguno de
sus seguidores que se refería precisamente a la persecución de la que fue objeto su
maestro. En la liturgia del Viernes Santo se lee ese texto en los templos cristianos
para referirse a Jesús de Nazaret, que también fue perseguido así, y además por el
mismo motivo. En realidad, la figura del siervo de Yahvé puede aplicarse a todos
los que sufren persecución por defender la causa de los oprimidos; vale también
para el Bautista, para los mártires cristianos de los primeros siglos, para François
Babeuf, para Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, para Salvador Allende, para los
mártires de la Teología de la Liberación y tantos otros que se la juegan en la lucha
de clases contra los explotadores de todos los tiempos.
Hay en el libro de Isaías, concretamente en (61, 1-2), otro material que seguramente
tampoco fue escrito por él directamente sino por uno de sus discípulos pero que
refleja el ideario del profeta. Se trata de la mención del programa profético
conocido como “Año de gracia del Señor”. Merece la pena transcribirlo aquí:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido el Señor. Me ha
enviado para anunciar buenas nuevas a los pobres, para vendar a los
quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos y a los
prisioneros apertura de la cárcel, para proclamar el año de la gracia del
Señor y el día de la venganza de nuestro Dios.
El proyecto profético iba tomando forma de programa a realizar, y demuestra el
éxito de su implantación en la sociedad el hecho de que el partido profético se iba
consolidando, su influencia crecía sin cesar. Contemporáneos de Isaías y miembros
de su partido eran los profetas Oseas, Amós y Miqueas. Aunque hablamos de
“partido profético” hay que dejar claro que el profetismo seguía siendo no
institucional, pero organizado. Un siglo después de Isaías, concretamente en el
año 621 antes de nuestra era, se daba en el reino de Judá una situación inusitada: se
identificaban con el programa profético nada menos que el rey Josías y el Sumo
Sacerdote Helquías, es decir, las más altas autoridades del aparato de poder en el
reino. En esa época era muy potente el partido profético al que pertenecían figuras
tan destacadas como Jeremías, Nahum, Habacuc, Sofonías y Jonás. Había también
una profetisa importante, Hulda, de la cual habla el Libro Segundo de los Reyes, lo
que indica que el movimiento profético además de su postura progresista en lo
social tenía superado también el machismo tan arraigado en aquella sociedad. El
hecho de que conozcamos las palabras e ideas de esos profetas, escritas por ellos
mismos en algunos casos o por sus discípulos en otros, significa que en ese
momento el arte de escribir se había vuelto bastante popular, a diferencia de la era
anterior. La escritura de estos libros proféticos y otros textos bíblicos fue un
importante paso adelante en el progreso humano. Veamos cómo la Biblia misma
describe el comienzo de ese proceso. En el Libro Segundo de los Reyes,
describiendo el reinado del citado Josías de Judá, aparece el siguiente texto:
Y el sumo sacerdote Hilquías dijo al escriba Safán: Encontré un libro de
la enseñanza en la casa del Señor. E Hilquías le dio el libro a Saphan, y él
lo leyó. Y el escriba Safán vino al rey y trajo al rey una respuesta... ...Y el
escriba Safán informó al rey, diciendo: El sacerdote Hilquías me dio un
libro. Y Safán lo leyó delante del rey.
Pues bien, con esos pocos y modestos versos, que muy fácilmente podrían pasar
desapercibidos para los lectores no advertidos, se describe uno de los hechos más
trascendentales de la historia humana. Eso necesita ser explicado. A través de la
transmisión
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religioso, se destruyeron las bases de la sociedad de castas. En las sociedades de
castas, como la antigua India, la casta sacerdotal, brahmán, controlaba y
monopolizaba las sagradas escrituras y estaba prohibido difundir su contenido entre
las castas o clases populares. Ese esquema, entonces general y universal, se rompió
en la Judea de Josías. Sin ese paso adelante, no habría existido después el judaísmo,
ni el cristianismo, ni el liberalismo, ni el marxismo... Todo empezó entonces.
El texto religioso transmitido por el sacerdocio quizá fuese sólo el libro del Levítico
y poco más. Pero desde entonces, el pueblo, su partido profético con sus escribas,
estudió, reinterpretó, reformuló y reelaboró la legislación religiosa con
disposiciones favorables a los intereses del pueblo: descanso del séptimo día, año
sabático, año jubilar... Hay indicios de que ese concepto del descanso del séptimo
día ya existía en las civilizaciones egipcia y babilónica. Pero fue en ese memorable
contexto cuando adquirió rango de mandato de Dios y quedó registrado en las
Sagradas Escrituras. No es casualidad que el conocimiento de nuestra cultura sobre
ella provenga de esa tradición bíblica. Bajo Josías, el descanso sabático de los
siervos y esclavos se convirtió en un sagrado mandato obligatorio. Y lo más
interesante, se concretó entonces la formulación del Año de gracia del Señor”, un
proceso para acabar con el sistema feudal y establecer un orden social igualitario.
Se trata de lo que en el libro del Levítico denomina: Año jubilar. El Año Jubilar,
según la doctrina bíblica, debe tener lugar cada 49 años y en él deben ser liberados
los esclavos y los presos, deben ser canceladas las deudas y las tierras confiscadas o
hipotecadas deben ser devueltas a los dueños anteriores. Esta última medida
significaba, en la práctica, establecer una igualdad total entre las familias, pues
partía de la suposición que esa igualdad se había establecido cuando Josué repartió
la conquistada Tierra Prometida entre todos los israelitas. En realidad ese suceso no
es histórico. Josué es una figura mítica, inventada entonces por los profetas, y se le
dio precisamente el nombre de “Josué” por su parecido con el nombre del rey Josías
que venía a implantar la igualdad. Histórico o no, el reparto igualitario de Josué
sirve como símbolo de una inicial e ideal situación humana cuando aún no existía la
propiedad y todos los hombres eran iguales.
Incluida en el texto levítico, la doctrina del o Jubilar quedó enmarcada en la
legislación bíblica atribuida a Moisés, otra figura mítica de la tradición judía. Su
existencia así como la mayor parte de lo que narran los libros atribuidos a él, el
Éxodo, etc. no son realmente históricos. El Pentateuco empea ser escrito, por
parte de Jeremías y sus escribas, precisamente durante el reinado de Josías del que
estamos tratando, y culminó después, durante el destierro de Babilonia, por parte de
los escribas de la escuela de Esdras. Pero incluso si la doctrina del Año Jubilar fue
incluida en la legislación judía, nunca fue aplicada ni durante el reinado de Josías ni
después. Quizás el Espíritu divino inspiró a los profetas con esa idea de
institucionalizar la revolución, pero no les inspiró la estrategia adecuada para
realizarla. Las revoluciones tienen éxito solo cuando suceden, no planificadas, sino
de formas inesperadas y en casos inesperados. Por supuesto, los señores feudales
del reino no vieron con simpatía aquel plan del Año Jubilar, y lograron evitar su
aplicación. Ellos constituían la oficialidad y la caballería del rey Josías y en una
batalla del ejército de Judá contra el ejército del faraón Nekao II, que había
invadido el reino, traicionaron al rey Josías, que pereció entonces. El nuevo rey de
Judá era un niño controlado por la corte de esa aristocracia feudal. El plan
revolucionario de los profetas se hizo inviable en la nueva situación política. El
partido profético sufrió persecución, y además el pueblo no reaccionó en favor de
sus intelectuales progresistas. Las masas populares que debían ser protagonistas de
la historia renunciaron a ese papel y aceptaron la persistencia del sistema que las
oprimía. Este esquema se repite constantemente en la historia: la esperanza de
realizar un ideal renace constantemente y el experimento siempre fracasa. Los
pueblos, las generaciones, las culturas... que se nieguen a cumplir el papel que les
ha asignado la Historia, deberán luego pagar muy cara su deserción.
El reino de Judá fue destruido por Babilonia poco después del tiempo de Josías y la
intelectualidad del reino fue capturada y llevada al territorio babilónico. Sólo los
ignorantes esclavos permanecieron en el país. El desarrollo normal de tal situación
hubiese sido que el pueblo derrotado se disolviera por la pérdida de su identidad y
memoria histórica de mismo. Así sucedió en circunstancias similares de otros
pueblos vencidos
. P
ero no fue tal el destino del pueblo judío
;
salvó su identidad y la fe
en su destino el
L
ibro
,
las
E
scrituras
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es el pueblo del Libro, y éste podía cumplir ese
papel porque era un libro del Pueblo. El libro expresa los sueños del pueblo, aunque
sean leyendas míticas, y las esperanzas del pueblo, aunque sean utopías fantásticas.
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iento del pueblo judío en su
tierra
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e restableció el sacerdocio del templo, pero no renació el profetismo. Lo que
se conservó a nivel popular fue la idea del
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ño de gracia del Señor
co
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o un ideal
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M
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ios enviaría en el futuro
. E
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fortaleció la determinación del pueblo judío de resistir, durante los últimos siglos
antes de nuestra Era, las ofensivas militares y culturales contra su identidad
religiosa específica, principalmente las de las potencias helenística y romana.
La esperanza en el Mesías que tenía que venir se fue intensificando sin cesar hasta
el siglo I de nuestra Era. En la imaginación popular la idea acerca de ese Mesías se
fue sobrecargando de expectativas de poder y dominio del pueblo judío sobre otros
pueblos del mundo. En resumen, esperaban una especie de Alejandro Magno judío
que conquistase el mundo para los judíos. La respuesta divina fue desconcertante:
envió un siervo de Yahvé, humilde y pacífico. Su presentación pública decepcionó
a sus propios conciudadanos de Nazaret. Se presentó en la sinagoga de la ciudad y
eligió para leer el rollo de Isaías, y fue directamente al capítulo 61, versículos 1 y 2,
que antes transcribimos, pero en el final del texto: …para proclamar el año de la
gracia del Señor… omitió deliberadamente: …y el día de la venganza de nuestro
Dios. Esta omisión tiene un alto significado; indica que su misión mesiánica no
tiene carácter sionista, de afán de dominio y venganza sobre otros pueblos o
adversarios de cualquier tipo. Debemos señalar que, cuando después de la lectura,
añadió: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros, le estaba
declarando la guerra al sistema dominante. Estaba diciendo que se inscribía en la
tradición profética, que retomaba la lucha, a favor de los pobres y los oprimidos, en
el punto en el que la habían dejado Isaías, Jeremías y los demás profetas.
Sabemos que acabó perseguido como los demás profetas, y a sus seguidores nos
advirtió que no nos hiciéramos ilusiones, que nos perseguirían como a él. Ahora ya
sabemos que su Proyecto es poner fin a toda forma de explotación del hombre por
el hombre, que el dinero, el afán de poseer, la ambición de poder y dominiono
tienen ningún lugar en el Reino que quiere establecer. Nos convoca a sus
seguidores para retomar la lucha en el punto en el que él la dejó, pues todavía se
encuentra en ese punto.
Ahora somos nosotros, los que nos consideramos seguidores de Jesús, quienes
debemos preguntarnos si estamos volcados en la realización de su proyecto.
Sabemos que la respuesta de la Iglesia fue decepcionante. La historia de esa
institución es la historia de dos milenios de traición a ese proyecto. Al contrario que
el partido profético, la Iglesia es institucional como el Sanedrín. ¿La convocatoria
del actual Sínodo significa que la Iglesia toma conciencia de esa decepcionante
realidad y se apresura a remediar la situación? La pregunta queda ahí; el futuro no
está escrito en ninguna parte. Pero nosotros somos protagonistas del presente y
responsables de lo que hacemos o dejamos de hacer.
En todo caso tenemos que aprender la lección de que el cumplimiento del plan o
proyecto de Jesús no es una práctica religiosa sino una vocación de transformación
social. El actual proceso sinodal puede comportar una decepción como la del
Concilio Vaticano II en el sentido de que acabe ocupándose más de la problemática
interna de la Iglesia, de lo que le ocurre a ella misma como institución, que del
análisis del cumplimiento de su función en el mundo. Cuestiones como el
sacerdocio femenino o el celibato de los clérigos pertenecen a ese tipo de asuntos
organizativos internos que no van a lo esencial del problema. Quizá debamos
preguntarnos si la clerecía, por misma, no es un factor negativo, un elemento de
la institucionalidad que tanto condiciona la acción de los cristianos, que orienta a
éstos hacia cumplimientos rituales y devocionales, de tipo religioso, en vez del
trabajo por el Reino de Dios y su justicia al que Cristo nos convoca.